Despertando del quirófano
Estaba aturdida, sentí que me movía y escuché una voz que decía: “Debes descansar y recuperarte; perdiste mucha sangre y casi pierdes el útero”. Estaba despertando, ya había pasado todo, me sacaban del quirófano en la cama por un pasillo donde pude ver a mi familia mientras me trasladaban. Solo buscaba a mi marido con la mirada pero no estaba allí. Una voz familiar me dijo “está con los niños” pero justo necesitaba saber más de ellos y nadie me decía nada. Exaltada e intentado levantarme -que fue imposible-, lo único que me importaba eran ellos. ¿Mis niños?, ¿dónde están?, ¿están bien?, ¿están vivos?, ¿lloraron al nacer? Esa primera voz, relató: “Están más o menos, se los llevaron a la UCIN (Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales) y van a hacer todo por ellos”.
En la URPA
Mi llegada a la URPA (unidad de recuperación postanestésica), fue como llegar a un hotel de cinco estrellas. Me recibieron multitud de enfermeras y auxiliares, me fueron explicando al acomodarme todas las cosas que tenía puestas, que madre mía, no me faltaba de nada: oxígeno porque al ponerme anestesia general me entubaron y aún tenía reducción de mi función pulmonar; un catéter venoso central en el cuello que se pone para poder administrar rápidamente medicación, o sangre, como fue en mi caso; un catéter intraarterial en la muñeca izquierda para la monitorización invasiva de la presión arterial; vías en la mano derecha donde habían algunos sueros y bolsas; electrodos en el pecho para tenerme monitorizada la frecuencia cardiaca, pulsioxímetro para ver la cantidad de oxígeno en sangre, y como no, una maravillosa sonda para no levantarme al baño.
Además, notaba un peso terrible en la barriga donde ya no estaban mis bebés. “¿Qué tengo en la barriga? No puedo moverme, ¿qué me pasa?”. Estaba confundida y aturdida, hablaban entre ellos pero no terminaban de decirme nada. Al fin llegó el médico, me contó que al haber tenido un parto tan prematuro había tenido una atonía uterina, esto es, cuando el útero no se contrae y provoca una hemorragia. La habían intentado parar aunque no estaban seguros de que lo hubieran conseguido por lo que habían puesto un balón de Backi, cuya función era presionar para que así se detuviera la hemorragia. También tenía puesto sobre mi barriga una bolsa de 3 kilos de peso para ayudar a contraerse el útero y había que esperar y ver evolución. A mí todo eso que me contaban, me sonaba a chino y la verdad que me importó bien poco. “¿Mis niños como están?” -le pregunté-. “Nosotros nos encargamos de ti, tienes que estar tranquila y descansar para que te recuperes pronto y puedas ir con ellos. Dejaremos pasar un momento a tu marido”
Hola marido
Al fin llegó mi marido, recuerdo verle una cara horrible y antes de que me diera tiempo a preguntar me dijo: “Los niños están bien, son pequeñitos y están ‘dormiditos’ en sus incubadoras, todo va a salir bien”. Yo no le creí y le insistí que me dijera la verdad, pero él contestó lo mismo. Le dije que si había sacado fotos y me dijo que no, que no se podía, pero que los médicos habían estado con ellos y que estaban estables y bien.
Le pregunté la hora porque tenía claro que a eso de las 18:00 horas -como mucho- fue cuando me llevaron a quirófano. “Las 21:20”, dijo él. ¿Hola? ¿3 horas en un quirófano? ¡Pero qué demonios! Si una cesárea no llega a una hora. Entonces volvió a explicarme lo que el médico había dicho -información que él también recibió-, suavizando aquello de que podía perder mi útero. En mi estado y con mis sentidos mermados por la medicación, le dije que por qué no me lo habían quitado, que total, si lo que me habían puesto, no funcionaba, tenían que operarme de nuevo y que cuanto antes, mejor, para poder ir con mis mellizos. Imagínense. Y allí estaba él, con aquella cara de “¿tú estás loca?”. Tremendo panorama.
La primera noche
La primera noche la recuerdo horrible: entre los efectos secundarios de la anestesia, la garganta que me raspaba de la entubación, los pitos de los monitores, la enfermera que me tomaba la temperatura y me sacaban sangre cada rato, mi curiosidad por ver más allá de dónde llegaba mi vista. Y, sobre todo, mi mente, que iba por otro lado. Fue una noche muy larga. Para colmo me dio por hablar, y les preguntaba de todo a las chicas: qué sonido era este, porque pitaba lo otro, para qué tenía tantas vías, por qué me sacaban tantas veces sangre. Finalmente, me aconsejaron que me durmiera -varias veces- pero no podía; incluso que dijeron si quería algo para descansar pero les dije que no. Esa primera noche tenía muchas cosas en la cabeza. Igualmente me lo pincharon y… Buenas noches.